Mi madre se echó las manos a la cabeza.
Sabía que se lo iba a tomar así, por eso se lo comuniqué cuando ya todo estaba hecho.
“¿Que dejas el trabajo y te vienes de vuelta a Madrid?”, por la pantalla del ordenador pude ver hasta cómo perdía el color de la cara en su imagen de skype. “Pero, hija, ¿tú sabes lo mal que están las cosas en España?”
“Sí, pero la decisión está tomada”.
“Ay madre, esta chiquilla… pero y qué vas a hacer ahora sin paro ni nada…”
Mi padre estaba a su lado, mirando sin inmutarse la pantalla.
“Tengo ahorros y ya me buscaré algo”.
“Por el amor de dios, hija, pero si tienes un trabajo buenísimo allí en tulós».
“Toulouse, mamá, tulús».
“Pues eso he dicho. Alfonso, dile algo a tu hija”.
Mi madre se volvió, y mi padre se encogió de hombros.
“Qué le voy a decir, mujer, ella sabrá lo que hace”.
“Este hombre es tonto”.
Mi madre le miraba, incrédula.
“Pero si eres tú el que siempre está diciendo que la chica hace bien en quedarse en Francia, que aquí la cosa está fatal”.
“Ya, mujer, pero si ha decidido volver… es cosa suya”.
De pronto mi madre me miró. La excitación en la que había caído pareció apaciguarse de pronto.
“Esto… no lo harás por lo de tu hermano, ¿verdad? Me refiero a que por nosotros no lo hagas, hija, tu mira tu futuro, nosotros estamos bien”.
Negué con la cabeza.
“No voy a negar que la muerte de mi hermano ha influido, pero solo ha servido para darme cuenta de que quiero volver”.
Vi que mi padre me miraba fijamente, y de alguna forma supe que, pese a mantenerse neutral, por dentro él se alegraba de que volviera.
Los ojos de mi madre brillaban en exceso. Y mientras las lágrimas le caían por las mejillas, dijo:
“Hija, tú sabes que a nosotros nos encantará tenerte aquí cerquita”.
“Y a mí a vosotros, mamá”.