No se puede negar que la reputación de una persona va ligada a sus acciones. Hagas lo que hagas tiene una repercusión directa en ella. Vamos moldeándola constantemente ante los ojos de los demás.
Y no puedo evitar pensar que es un lastre que cargamos sobre los hombros veinticuatro horas al día. ¿Acaso debía estar siempre teniendo cuidado de qué iba a hacer para no dañarla?
Quizás décadas atrás, cuando ser marica te volvía un estigmatizado, la reputación no preocupaba tanto. No tenías, porque no te dejaban tenerla, así que daba igual lo que hicieras.
Por un momento siento envidia de aquella gente…
“¿Te estás oyendo?”, Fénix me mira, espantado, mientras tomamos algo en un bar de chueca, un sábado por la noche.
Hoy vamos de tranquis, así que nos hemos hecho un hueco en unos sofás del Mystic y ahí estamos de charleta, viendo a los maromos pasar por el cristal.
“Esa gente de la que hablas no tenía reputación porque se la habían quitado a base de palizas”.
Fénix es un chico la mar de dulce e inocente que, cuando ve un ataque al colectivo, sacas los dientes.
“Sólo bromeaba…”, me disculpo. “Pero es que me da rabia cargar con la reputación. Es una losa…”
“¿No la puedes ver más como una tarjeta de visita? Es de cartón y pesa menos…”
“En realidad lo que me da rabia es tener treinta y pico y seguir con comeduras de tarro a estas alturas. ¿No se supone que a esta edad nos la debería soplar lo que dijeran los demás?”
“Si realmente estuvieras convencido de lo que quieres, no te frenaría tanto la reputación”.
Fénix lo ha soltado así, como un pensamiento en alto despreocupado, pero ha sido como un tiro a bocajarro.
La copa me da ardor en el estómago.
“¿Tú crees?”, albergo mis dudas de que Fénix me pueda dar una lección a mí.
Levanta un dedo señalándome y se acomoda en la silla, preparándose para lo que me va a decir.
“No te enfades, pero llevas semanas (si no meses ya) hablando de liberarte, de follar a diestro y siniestro…”
“No me gustan los siniestros ni los emos…”
“…Pero en realidad lo único que has hecho ha sido tener algún encuentro con algún tío vía Grindr y quejarte de lo mojigata que es la sociedad”, prosiguió mi amigo, decidido a soltarlo todo. “Cuando nos subimos a aquella carroza en el Orgullo los dos sabíamos que podía cambiar la imagen que otra gente tenía de nosotros. Pero queríamos hacerlo, y lo hicimos… ¡Vaya si lo hicimos!”, se le pone mirada ensoñadora. “Así que ahora te veo, hablando y hablando de follar… ¡pero sin hacer nada! Y, ¿sabes lo que creo? Que te da miedo. No tienes valor para convertirte en un gay follador de esos que te gustaría ser”.
Alza una ceja y levanta su copa. Me sonríe, porque me ha dejado con la boca abierta.
“Serás cabrón”, digo. “Creo que tienes razón”.