Salió por la puerta de la terminal y ya desde una decena de metros Ricardo y yo la estábamos haciendo señas con las manos y la llamábamos a gritos.
“¡MARTA!”
Ella nos vio y soltó un chillido, corriendo a abrazarse a nosotros. La maleta se cayó a un lado mientras dábamos botes en medio de la abarrotada terminal.
Marta se apresuró a recogerla.
“Hay que tener cuidado, caris, que en Madrid hay mucho amigo de lo ajeno”.
Salimos del edificio hablando por los codos y nos dirigimos al parking.
“Que sepáis que me ha dado pena vender mi coche”, nos contaba mientras metíamos el equipaje en el maletero. “Le había cogido cariño… Pero traerlo aquí y cambiarle de matrícula francesa a española te sale por un ojo de la cara. Y viviendo en el centro luego estaba lo del parking. Y caris, que estoy sin curro, si me ahorro el seguro y los gastos del coche, pues mejor. Así que he tenido que hacer de tripas corazón”. Se sentó atrás, yo de copiloto y Ricardo al volante.
“Es curioso como se coge cariño a cosas materiales, ¿eh?”, dije.
“Se me estará encendiendo el reloj biológico”.
Me volví asustado.
“¡¿Tú crees?!”
Ricardo arrancó el coche y comenzó a sacarnos del aeropuerto para llevarnos a NUESTRA CASA.
“Por ahora lo único que voy a encender es el móvil”, dijo mi amiga, rebuscando en su bolso. “Que todavía no he dicho a mis padres siquiera que he aterrizado sin problemas”.
“Si quieres vamos al piso, dejamos tus cosas y luego te llevamos a ver a tus padres a Leganés”, dijo Ricardo.
“Pues os lo agradecería. Tengo ganas de ver a mi familia”.
Yo miré al frente. Febrero en Madrid es un mes frío, gris y de árboles pelados.
Quizás habría sido más normal que hubieran ido los padres de Marta a recibirla. El recibimiento habría sido diferente, quizás más lacrimógeno. Más íntimo.
Pero Ricardo y yo habíamos propuesto hacerlo al revés. Era más práctico recoger nosotros a Marta, hacerla descargar el equipaje en casa y luego llevarla a ver a sus padres y dejarla allí durante un tiempo, quizás unos días, hasta que ella ya decidiera venirse al piso.
Pensaba sobre todo aquello, mientras Marta nos contaba una anécdota del vuelo entre un tipo y una azafata, porque esperando a mi amiga en la terminal tuve ocasión de ver diferentes tipos de recibimientos.
Gente que abrazaba en silencio y con fuerza a sus seres queridos al llegar; chóferes que aguardaban tiesos con un cartel en la mano con el apellido de su cliente; una niña que había creado un cartel de colorines de “Bienvenida Mamá”; una pandilla de amigos que hacía la ola a su amigo recién llegado del erasmus…
Me sorprendía ver cómo había gente que el simple hecho de ir a recoger a alguien al aeropuerto, lo convertía en un momento especial.
Solo con coger una cartulina y pintar BIENVENIDA con letras de colores y alzarlo en la terminal, convertían un momento en un recuerdo.
Esa gente era la que le iba dando valor añadido a la vida.
“Fenix, cari”, me llamó Marta. “¿No se te hizo raro dejar atrás la vida en Toulouse?”
“Un poco…”
“Sentiríais lo mismo que al iros la primera vez de Madrid, ¿no?”, dijo Ricardo adentrándose ya por Avenida de América.
“No, no era lo mismo”, dije, contrariado. “Cuando yo me fui de Madrid, de alguna forma sabía que iba a volver… Pero a Toulouse… Hay pocas probabilidades de que vuelva a vivir allí. Y eso me dio pena”.
“Yo no descarto volver a Toulouse”, dijo Marta. “Pero es cierto que notas menos vínculos que cuando dejas Madrid. Y eso da miedo. Es muy fácil que se rompan…”, de pronto su mirada se perdió por la ventanilla.
Mi amigo y yo cruzamos una mirada.
Ricardo había cogido una plaza de parking a cinco minutos del piso. No le costaba barata, pero aparcar en el centro podía ser una locura y él necesitaba el coche para ir a trabajar a diario.
Arrastrando las maletas, llegamos al portal.
Ricardo mandó un whatsapp mientras esperábamos al viejo ascensor.
“El portal es bonito”, decía Marta, que estaba descubriendo nuestra casa por primera vez. Anteriormente solo la había visto por skype.
Subimos apretados en el ascensor. Marta visiblemente cansada del viaje, Ricardo y yo nerviosos.
La puerta alta de madera nos esperaba. Ricardo sacó las llaves y se las tendió a Marta.
“Su copia, señora inquilina”, y señaló con el mentón la entrada. “Haga los honores”.
“Ay, qué ilu, caris”. Dejó las maletas a un lado y cogió las llaves. Buscó la llave más parecida a la cerradura, la metió y abrió. Y al instante, desde dentro se encendió la luz del recibidor y una veintena de personas gritaron al unísono: ¡BIENVENIDA!
Marta soltó un grito de sorpresa y alegría y fue directa a abrazarse a sus padres.
Segundos después ya estábamos todos dentro del piso secándonos la lagrimilla, todavía con el corazón bombeando fuerte de la alegría. Ricardo y yo llevamos las maletas a su habitación. Cuando volvimos, Marta seguía en una nube, saludando sonriente al resto de amigos, a sus tíos, primos… Hecha la ronda, se volvió a nosotros y vino a darnos un abrazo.
“Como diría mi amiga argentina, os amoooo cariiiis”.
Fundidos en un abrazo, nos echamos a reír.
Valor añadido. Momento hecho recuerdo.
Nos separamos y ella contempló ahora más tranquila su nuevo hogar.
“Bueno, ¿qué piensas?”, le pregunté.
Sus ojos se paseaban por los amplios ventanales, lo altos techos, los cómodos sofás, la gente que charlaba aquí y allá…
“Este piso es una maravilla”, dijo.
Ricardo hinchó el pecho, orgullloso.
Los ojos de nuestra amiga se posaron en el centro.
“Eso sí, qué fea es la maldita lámpara de araña, coño”.