¡Dios qué gustazo, coño!
Había olvidado lo que es hablar con fluidez y ligar con alguien que habla tu mismo idioma. Y qué guay esto del Tinder! Le das me gusta a tíos y te da el subidón cuando haces un match, ¡porque él también le ha dado me gusta a tu foto y podéis empezar a hablar!
Aunque no todo es perfecto. Ya llevo una ristra de conversaciones que prometían y poco a poco se han quedado en nada…
Pero de vez en cuando, alguna da sus frutos.
Y esta tarde tengo una cita. ¡La primera!
La primera que me surge por Tinder, luego ya veremos si es la primera de varias que tenga con este muchacho.
Se llama Miguel, es decorador y trabaja en una tienda de decoración, aunque el sueño de su vida es montar su propio estudio de decoración.
Ante la idea de tener un novio decorador, me ilusiono. Sería guay, ¿no? Alguien con buen gusto, que se encargue de dar ese toque acogedor y personal a nuestro HOGAR.
Salgo de la ducha pensando todo eso y me doy cuenta de que me estoy poniendo nervioso porque ya me tiemblan las manos mientras me seco con rapidez.
La norma número uno que me impuse al empezar a usar Tinder (o ligar de cualquier otra forma), era no crearme demasiadas expectativas.
Lo que sí es cierto, es que yo me he sentido un poco pequeño al lado de Miguel. Le he contado que yo soy dependiente en una tienda de ropa comercial del centro, y no tengo estudios. Se lo dije así, sin más, con mi alegría habitual, invitándole a pasarse un día por la tienda y saludarme, que me haría ilusión. Pero lo cierto es que al escucharle a él contarme lo suyo, me vi como poca cosa.
Pero, bueno, da igual.
Me pongo mis calzoncillos favoritos. Esos que siempre me pongo cuando tengo la posibilidad (aunque sea remotísima) de follar; unos vaqueros y una camisa sencilla. He visto el Instagram de Miguel y es un tipo con estilo, que lo muestra en su vestimenta hasta ese nivel que podría rozar lo esperpéntico en algún toque (un sombrero, un abrigo vintage que parece de mi abuela), y ante la imposibilidad de rivalizar en estilo con la ropa, opto por algo sencillo para mí. Ya brillaré con mi sonrisa.
Hemos quedado en una conocida cafetería de Chueca. Este chico es chic hasta para escoger un bar para un café, y eso me gusta.
Llego puntual. Miro y veo clientes en en mesas, pero no a Miguel. Le mando un whatsapp y le digo que yo ya estoy allí. Me dice que está llegando, pero que tardará aún cinco minutos.
Me pido un café y me siento en una mesa de la terraza para esperarle, que esta tarde es fresca, pero soleada.
Mientras, miro Instagram. Como no llega, miro Facebook. Como sigue sin llegar, leo el 20Minutos online…
Miguel aparece veinte minutos tarde. Me sonríe mientras se quita su sombrero y se abre ligeramente el abrigo. Yo ya me levanto y nos damos dos besos. Tiene una sonrisa perfecta y ha venido con una camiseta oversize de rayas horizontales azules y blancas.
“Ya pensaba que no llegabas”, digo, haciendo alusión a su retraso, y también a la preocupación que me había generado.
“Es que quiero hacer muchas cosas en poco tiempo y al final llego tarde a todos lados”.
Entró a pedir y cuando salió, apareció con la bebida más exótica del local.
“Yo es que vivo por aquí cerca, entonces he llegado en cinco minutos», le digo, retomando la conversación. «Tú no me has dicho dónde vivías”.
“Al sur”, desvía la mirada como si el maravilloso entorno le hubiera llamado la atención.
“¿Lavapiés?”.
“No, en una ciudad del sur”.
“Ah, ¿de cuál?”
“Alcorcón”.
“Yo en realidad soy de Vallecas», le explico, «pero vivo ahora aquí, en un piso compartido”.
Me vuelve a sonreír, pero no dice nada.
Tamborileo con los dedos en la mesa.
“Estoy deseando que me cuentes más cosas sobre tu trabajo. ¡Me encanta la decoración! Aunque yo no sé mucho, claro, pero me gusta ver las revistas y soy un apasionado del canal Deco”.
“Sí, bueno, la decoración es mi pasión. Lo supe desde bien pequeñito”.
A este chico había que sacarle las palabras con tenazas. ¡Pero yo en eso soy un experto!
Miguel me había dicho que trabajaba en una tienda de decoración, que era su pasión, aunque también le encantaba la moda.
“¿En qué estudio trabajas ahora?”
“No trabajo para un estudio”.
“Ah, como dijiste que trabajabas en una tienda de decoración…”.
“Sí, bueno, trabajo en el IKEA”, carraspeó, incómodo.
De pronto pensé que mi persona le había decepcionado.
“Ah… el IKEA está guay…”
De nuevo silencio. Ya no sonríe tanto y no hace más que pegarle grandes tragos a su bebida.
“Pero, ¿trabajas de decorador allí?”.
“No, por ahora solo de cajero y reponedor”.
Lo dice de mala gana, como si le molestara mi pregunta.
Bebo mi café y miro alrededor.
“Este sitio está guay”, digo.
“Sí, no está mal”.
De pronto se me empiezan a acabar los temas de conversación porque una duda gigante resplandece como un cartel de neón en mi mente.
¿Por qué la gente miente o edulcora su vida?
Intento no crearme expectativas, pero si me dan información confusa, ¿cómo no voy a hacerlo?
Es algo que no entiendo y no entenderé. ¿Qué llevaba a Miguel a decirme que trabajaba en “una tienda de decoración”, en lugar de decirme de forma directa y transparente que trabajaba en el IKEA?
¿Qué nos impulsa a mentir o edulcorar nuestras vidas?
“Eso demuestra una baja autoestima”, dijo Marta, hablando luego con ella por teléfono. “La gente piensa que tiene una vida de mierda y que debe mentir sobre ella”.
Mi cita con Miguel había quedado en nada. Cansado de tratar de sacarle palabras de la boca, poco a poco el encuentro fue perdiendo fuerza y, tras casi una hora, nos despedimos “hasta la próxima”.
“Está claro que no le he gustado”, le dije a Ricardo, cenando por la noche en el piso. “Esas cosas se notan, creo que él no dejaba de sonreír porque no sabía qué decirle al chico que no le gustaba nada y que tenía delante. Aunque tampoco me preocupa (gracias a dios, por una vez), porque mi interés por él cayó en picado”.
“¿Porque te dijo que trabajaba en el IKEA en lugar de en una tienda de decoración guay?”.
“No, porque la gente que miente así no me gusta. Si me hubiera dicho desde el principio que trabajaba en el IKEA de cajero, habría ido igual de ilusionado a la cita, pensando en echarme un novio cajero y punto”.
Luego llamé a Marta y le conté.
“Tú crees que la gente tiene ese concepto de sus vidas?”.
“Es la única explicación que se me ocurre, cari”.
“Pero, es un sinsentido. Tarde o temprano, esas medias verdades que hayas soltado sobre tu trabajo, caerán por su propio peso. ¿Quién piensa que puede echarse novio y no mostrarle la realidad de su vida? Es como el maquillaje, tarde o temprano te tienen que ver sin él”.
“Quizás lo vean como un curriculum”, apuntó mi amiga, pensativa. “Es una forma de asegurarte que tienes la cita”.
“¿Tú crees que la gente mira eso para una cita?”, arrugué la nariz.
“Si tienes un pretendiente decorador y otro que es un cajero del IKEA, ¿a cuál le prestarías más atención, cari?”
De pronto Chueca no sólo estaba plagada de tíos cuya obsesión era el culto al cuerpo. De pronto estaba infectada de elitismo.
Y lo peor, era que yo podía estar contagiado.