La resaca bien puede llevarse cuando la noche ha merecido la pena. Aunque hay resacas que superan con creces el balance de la fiesta previa.
Esta vez no era el caso.
Salí de mi cuarto como Samara Morgan saliendo por la abertura del pozo, y me arrastré hasta la cocina.
Allí estaba Ricardo, haciéndose un café.
“Buenos días”, alargó la i, sonriéndome de medio lado. “¿Qué tal ayer, pillín?”
Yo ya rebuscaba en la nevera un Ibuprofeno o un Paracetamol. Mi amigo debió leerme las intenciones.
“Están en el armarito de arriba, en la balda de encima de las galletas”.
Seguí sus indicaciones como un zombi. Segundos después ya engullía la pastilla con un vaso de agua.
Exhalé un suspiro.
“Igual te cae mal con el estómago vacío”, dijo mi amigo. “Prueba a comer algo”.
“No puedo, ahora solo necesito quitarme este dolor de cabeza”.
Sentado a la mesa, Ricardo asintió, risueño.
“Si te sienta bien, te preparo un café con unas tostadas”.
Me senté frente a él y apoyé mi cabeza sobre la mesa.
“Estás fatal. ¿Tanto bebiste ayer?”
“Perdí la cuenta”.
Y de pronto me vino un flashazo de la noche previa y, pese al dolor de cabeza, no pude evitar callarme:
“Ayer hiciste una cosa que no me gustó”.
No le veía, yo estaba con la frente pegada a la mesa y los ojos cerrados, pero sentí cómo el cuerpo de mi amigo se crispaba al otro lado.
“¿El qué?”
“Cuando empecé a tontear con el tipo aquel…”
“Con el que te enrollaste, ¿quieres decir?”
“Sí. Estaba echándome miraditas con él y fuiste tú y te pusiste a hablar con él”.
Ricardo soltó una risita.
“No te rías. Ayer me sentí muy mal”.
“Yo también. Te enrollaste con el tío ese y me dejaste tirado”, se echó a reír.
Era cierto. Tras besarme con aquel chico todo había sido como un sueño. Y en ese sueño, lo que menos hice fue acordarme de mi amigo. Sabía que él se las apañaría bien por ahí solo.
“Me pareció feo que trataras de levantarme a mi ligue”, dije.
Alcé la cabeza. ¡Dios, cómo me dolía!
Ricardo me miraba, como si le hiciera gracia mi aspecto.
Estiró el brazo, como para cogerme del brazo y darme un tierno apretón, pero en su lugar me dio una suave cachetada en el moflete.
Mi cabeza sintió un terremoto, pero antes de que pudiera quejarme, las explicaciones de Ricardo me cayeron como un jarro de agua fría:
“Veía que te ibas a enrollar con él, así que antes de que eso pasara y no pudierais despegar los labios el uno del otro, le pregunté si estaba con amigos y me los podía presentar”.
“Ah…”, ahora no sabía dónde meterme. “¿Y qué te dijo?”.
“Que había venido solo”, Ricardo se recostó en la silla y me miró, cruzándose de brazos. “Así que me tuve que comer los mocos”.
Apoyé la cabeza sobre la mesa de nuevo.
Aquel maldito dolor de cabeza era lo menos que me merecía por pensar así de mi amigo.
“Ahora me siento fatal por lo que te he dicho”.
Oí que Ricardo se reía.
“Yo no te haría eso, Fénix”.
Se levantó de la silla y me despeinó con la mano la coronilla.
“Si te hace efecto la pastilla y te animas a desayunar, avísame que te preparo algo”.
Y salió de la cocina, dejándome a solas con mi estupidez humana a cuestas.