«Pues si vas, yo también me apunto».
Entré en la cocina justo interrumpiendo a Marta y Ricardo, que terminaban de fregar los cacharros y secarlos.
«¿De qué habláis?»
«De hacernos las pruebas de las ETS en Víctor», dijo Ricardo inclinado sobre el fregadero, frotando una cacerola.
«Ah, ¿vais a ir juntos?»
«Sí, Ricardo me ha dicho que iba a ir, y como tengo tanto tiempo libre y va siendo hora de que me las haga yo también, me he apuntado».
«Yo he pedido un día libre en el curro», apuntó él.
«Tú deberías hacértelas también, cari». Marta me observaba mientras secaba platos y vasos.
«¿Fénix? Si no moja churro desde hace décadas», se burló mi amigo.
«Pues de Francia se despidió a lo grande, que yo sepa…», Marta me miró, risueña. Ricardo se volvió, sorprendido.
«¿Qué callado te lo tenías, no?»
Noté que me ponía rojo.
«Es que me daba vergüenza contarlo».
«Te cuento yo que me he follado a uno que he conocido en el súper, ¿y tú vas a tener remilgos para contarme que ligaste en Toulouse? Voy a empezar a dudar de aquella imagen que vendías de estar comiéndote los mocos. Seguro que has venido de Francia con el culo pelado, golfa».
«Pues es una historia superbonita», dijo Marta, parpadeando exageradamente. Ricardo volvía a mirarme, sorprendido.
«No fue para tanto…», le quité importancia con un gesto de la mano.
«Bueno, lo importante es que tienes razones para hacerte las pruebas con nosotros».
Yo solté un Yuju!, poco convencido.
«Y además estás de tarde, te puedes venir. Será guay ir los tres juntos».
Retorcí el morro.
«Parece como que no quieras venir…»
«No es por ir con vosotros. Es que hacerme las pruebas me parece un rollazo», me quejé.
«No lo dices en serio, ¿verdad?»
«Sí, no me gusta hacerme las pruebas».
Ricardo parpadeó y volvió a seguir frotando la cacerola de los macarrones. Marta no dijo nada.
«Pero vale, iré».
Si me tenía que ir a hacer las pruebas, mejor ir con ellos que solo. Y sé que mejor ir por control rutinario que por un susto… pero eso no evaporaba la pereza que me daba pasar todo el proceso.
Un par de días después, a las ocho de la mañana, allí estábamos los tres, con las cremalleras de nuestros abrigos subidas hasta la barbilla. Se suponía que a y media abrían e iban dando número a la gente por orden de llegada.
«Joder, podían poner la apertura a otra hora», se quejaba Marta, soplándose las manos.
«Hija, ni que nevara».
El centro especializado en análisis de Enfermedades de Transmisión Sexual del centro de Madrid estaba en la calle Sandoval, y todo el mundo se refería a él como el Centro Sandoval.
La cola solía dar media vuelta a la manzana, sobre todo después de un finde movidito. En ella nos juntábamos gente de todo tipo: sin recursos, con pocos recursos, con más recursos, homosexuales, bisexuales, transexuales, heterosexuales… Y suponía que de todo tipo de profesiones, desde amas de casa, pasando por directivos, hasta prostitutas y chaperos. Sin ir más lejos, allí estábamos un dependiente de tiendas de ropa, un auxiliar administrativo y una programadora web.
«Siempre me pongo nervioso cuando vengo a estos sitios», dije, encogido en la cola.
«Yo también, pero respiro hondo y que sea lo que dios quiera».
«Yo ya me estoy habituando. Desde que elegí liberar mi faceta sexual me he planteado seriamente controlar mi salud, y cada tres meses vengo más o menos por aquí».
«¿Y siempre te pides el día?»
«Sí, así no tengo que justificar unas horas ante RRHH y nadie sospecha nada».
«Ay, cari, eres el marica de la oficina y cada tres meses te coges un día libre. A ver si te crees que la de RRHH es tonta».
«En mi empresa nadie sabe que soy gay, eh».
Marta alzo las cejas, mirando para otro lado.
«Supongo que lo raro es ser heterosexual y venir por estos lares», dijo de ella pronto, como recordando algo. «La mayoría de mis amigas parecen tener muy presente el uso de anticonceptivos para evitar embarazos no deseados, pero todo el tema de las enfermedades de transmisión sexual se lo pasan por alto».
«Usan condón, ¿no?»
«Cuando no tienen pareja fija, sí, pero luego se echan novio y pasan a la píldora antibaby».
«Mujer, cuando tienes novio, es normal».
Ella retorció el morro.
«No sé. No me convence. No me fío de los tíos».
«Pero, ¿cómo no te vas a fiar de tu pareja?», pregunté, confundido.
En ese momento abrieron las puertas y comenzó a moverse la cola.
Una vez dentro, el orden de las consultas se iban intercalando. Cuando a Ricardo ya le habían llamado para la segunda consulta, Marta estaba todavía en extracciones y yo todavía esperaba pasar a la primera vista del médico.
Así que nos vimos separados por todo el recinto.
Salió Marta y entré yo.
El médico era joven, quizás de mi edad, pero de cara amable y trato confortable. El novio ideal. Pensé en echarle miraditas, pero deduje que estaría hasta el moño de que gays de todo tipo le tiraran los trastos en aquel centro.
«¿Ha mantenido alguna práctica sexual de riesgo?»
«Mmm… No, creo que no».
«¿Sexo oral sin condón?»
«Eh… sí».
«Entonces, marque la casilla de prácticas de riesgo».
«Pero el sexo oral no es de riesgo mientras no haya eyaculación, ¿no?»
El médico, todavía con el boli apoyado sobre el papel, alzó la mirada.
«Está claro que usted y yo vamos a tener que repasar los riesgos de contagio. ¿Ha oído hablar de la sífilis?»
Noté que se me secaba la garganta.
Como me merecía, me cayó una charla seria sobre las ETS y sus métodos de contagio.
«Durante una práctica sexual usted no puede evitar la exposición a ciertas partes del cuerpo o segregaciones del organismo de la otra persona que son susceptibles de transmitir enfermedades. Y no existe todavía un condón que le cubra todo el cuerpo, salvo en las películas de humor americanas de los ’90. Así que cualquier medida que usted interponga, es buena. Debe tender hacia la protección, no hacia la desprotección».
«Bueno, pero es que yo solo tengo sexo una vez de ciento en viento. Ya sería mala suerte que…»
Dejé la frase en el aire cuando volví a ver la mirada severa del doctor posada en mí.
Me señaló la puerta. Pensé que me estaba echando.
«Mire ese cartel».
Ah, respiré aliviado.
Mis ojos se fijaron en un póster que mostraba arriba a la izquierda un dibujo agradable de una chica joven llena de pecas. A su lado, unido por una línea, había un chico. Ese chico, a su vez, estaba unido a dos chicas más; esas dos chicas, a otros dos chicos y chicas; esos chicos y chicas, a otros dos… y así consecutivamente hasta alcanzar un décimo paso.
Al final, era como que la chica del principio, al acostarse con el chico que la unía por la línea, se estaba acostando con cualquier enfermedad de transmisión sexual que hubieran portado cualquiera de los otros amantes de las parejas previas…
«Usted se acuesta con uno, pero lo cierto es que dependiendo de la vida sexual de esa otra persona, usted puede estar acostándose con cientos».
Tragué saliva.
* * *
A la salida, Ricardo y Marta me estaban esperando en el Starbucks de la calle Fuencarral. Tome asiento en los sofás que habían cogido alrededor de una mesa, en el cálido interior.
«Hijo, ni que te hubieran hecho una rectoscopia… Vaya cara».
«Es esto de pasar de una consulta a otra, que te pinchen, que te hagan preguntas, que te miren si tienes un granito en no sé donde… Uf, me deja hundido».
«Piensa que cuando te den los resultados la semana que viene y todo esté bien, respirarás tranquilo. Y eso no tiene precio».
«Ya…»
Marta me miró, alzando la ceja.
«A ti te pasa algo más, cari. ¿Te han dicho algo preocupante en el médico?», dijo, inclinándose y apoyando su mano en mi rodilla.
«No. No es nada de eso».
«¿Entonces? ¿Qué te provoca esa cara de alpargata?»
«Pues que si ya de por sí tengo poco sexo, porque los tíos que me gustan no parecen fijarse en mí, el hecho de saber todos los riesgos que se corren al practicar sexo con desconocidos hace que afloren todos mis miedos y me retraiga más. Y como me retraiga más en mi vida sexual, lo siguiente será meterme a monja».